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“Parte de lo que soy, se lo debo a papá Javier”: Historias de transformación de vidas.

Imagen de Javier de Nicoló con los jóvenes del IDIPRON

Categoría: Noticias Idipron

Transcurrían los años 80, una época difícil en el contexto social de la fría Bogotá, una capital que llevaba años tratando de luchar por disminuir un problema social donde la niñez transitaba las calles, mendigaba el pan y, para subsistir, arrebataba las pertenecías de los transeúntes que recorrían las calles del centro bogotano.

Cerca a estos lugares, crecía Nelson, un niño de 10 años que sufría por las carencias económicas, morales y la falta de afecto de un padre al que jamás conoció; vivió junto a su madre y hermanos entre los barrios de Las Cruces y San Bernardo, dos sectores donde las drogas, el maltrato intrafamiliar, la violencia, la falta de atención hacia los niños y el olvido estatal tomaba fuerza.

El libertinaje y la necesidad por sobrevivir, además de conseguir en la calle lo que su hogar no le podía brindar, lo llevaron a recorrer las frías y peligrosas vías del centro siendo un niño; allí los placeres eran momentáneos. Junto a otros menores disfrutaba al no tener que cumplir las reglas que acostumbraban a imponer los padres de otros niños, porque a él jamás lo reconocieron y mucho menos le dieron amor, respeto y múltiples derechos a los que la ley les obliga.

Mientras tanto, muy en su interior, las dolencias, la falta de amor, el afecto, las nulas oportunidades a futuro y el desprecio de la sociedad, le dejaba solo tristezas en medio de la penumbra a la que, cada noche, llegaba a descansar entre andenes y el viento, bajo efectos de sustancias alucinógenas con las que buscaba subsistir al hambre, hurtando incluso las pertenencias de los caminantes del centro.

Para él, fueron cinco largos años deambulando entre drogas, licores adulterados, hambre y ansiedad.

En las noches aún recuerda con aprecio a un señor de saco y pantalón de drill, que siempre llevaba una boina y llegaba, junto a otras personas en una pequeña camioneta color verde., a calmarle el hambre, a los niños y habitantes de calle que estaban por esos sectores, con pan, chocolate y queso, manzanas, naranjas y duraznos; otras veces los reunía frente a una improvisada fogata para escuchar sus problemas y sus anhelos. 

Para el pequeño Nelson, cambiar su estilo de vida habitando las calles, no era una decisión fácil. Sin embargo, fue hasta unos días después cuando observaba y lloraba la muerte de un perro callejero, que llegaron dos hombres y lo invitaron a cambiar su vida.

Aquella invitación fue el inicio de una vida distinta en la sede Calle 11, sede  Bosconia del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud, liderada por el padre Javier de Nicoló. 

Poco a poco los niños iban al patio de la calle 11 donde los esperaba el padre y, más tarde, algunos regresaban a las calles mientras otros cansados de su vida cotidiana aceptaron la oferta de aquel padre.

Desde su llegada al IDIPRON, solamente bastaron el amor, el afecto y la libertad, pilares que siempre destacó el padre Javier para darle un vuelco a su vida.

“El padre Javier siempre estuvo con nosotros desde que nos acostábamos hasta que nos levantábamos; lo que somos se lo debemos a él”, expresa Nelson, quien explica que la educación, el amor, el modelo pedagógico de la entidad nacido de las enseñanzas del padre Nicoló, fueron aquellos pilares que conquistaron aquellos corazones. 

Su etapa escolar la inició en la sede  Arcadia y, aunque no fue el estudiante más dedicado, buscó destacarse para llegar a la sede de La Florida donde estaban los beneficiarios de mejor comportamiento, sacrificio y mérito.

Aunque recuerda entre risas lo conflictivo que llegó a ser en muchas ocasiones, asegura que jamás el padre Nicoló lo regañaba y que, al contrario, recibió muchos consejos para la vida.

De las diferentes obras del IDIPRON, recuerda con nostalgia las sedes de El Tuparro en el Vichada y Acandí en el Chocó, lugares en los que tuvo la oportunidad de convivir junto a otros chicos, alejados de las tentaciones que les ofrecía las calles y los vicios. 

Así fue como en medio de trabajos, cantos, risas, juegos, teatro, danzas y estudio, aprovechó la vida y las diferentes oportunidades ofrecidas por el padre salesiano. 

“Parte de lo que soy se lo debo a papá Javier de Nicoló”, asegura con melancolía Nelson, al añadir que hasta los últimos días de la vida del padre Nicoló,  le agradeció por rescatarlo de las calles, haberle enseñado el valor del servicio frente al prójimo y a velar por las futuras generaciones de niños vulnerables a las calles. 

Hoy con 50 años cumplidos, recuerda con agradecimiento al hombre que veló por la infancia en Colombia, explicando que ha buscado seguir los pasos de la persona a quien reconoce como su padre. 

Para Nelson, su esposa y sus dos hijas han sido los motores para seguir aprendiendo como ser humano y profesional en trabajo social, vinculado a la lucha de trabajar por los niños, niñas, adolescentes y jóvenes en la Entidad que lo vio crecer, formarse y profesionalizarse.

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Cerca a estos lugares, crecía Nelson, un niño de 10 años que sufría por las carencias económicas, morales y la falta de afecto de un padre al que jamás conoció; vivió junto a su madre y hermanos entre los barrios de Las Cruces y San Bernardo, dos sectores donde las drogas, el maltrato intrafamiliar, la violencia, la falta de atención hacia los niños y el olvido estatal tomaba fuerza.

El libertinaje y la necesidad por sobrevivir, además de conseguir en la calle lo que su hogar no le podía brindar, lo llevaron a recorrer las frías y peligrosas vías del centro siendo un niño; allí los placeres eran momentáneos. Junto a otros menores disfrutaba al no tener que cumplir las reglas que acostumbraban a imponer los padres de otros niños, porque a él jamás lo reconocieron y mucho menos le dieron amor, respeto y múltiples derechos a los que la ley les obliga.

Mientras tanto, muy en su interior, las dolencias, la falta de amor, el afecto, las nulas oportunidades a futuro y el desprecio de la sociedad, le dejaba solo tristezas en medio de la penumbra a la que, cada noche, llegaba a descansar entre andenes y el viento, bajo efectos de sustancias alucinógenas con las que buscaba subsistir al hambre, hurtando incluso las pertenencias de los caminantes del centro.

Para él, fueron cinco largos años deambulando entre drogas, licores adulterados, hambre y ansiedad.

En las noches aún recuerda con aprecio a un señor de saco y pantalón de drill, que siempre llevaba una boina y llegaba, junto a otras personas en una pequeña camioneta color verde., a calmarle el hambre, a los niños y habitantes de calle que estaban por esos sectores, con pan, chocolate y queso, manzanas, naranjas y duraznos; otras veces los reunía frente a una improvisada fogata para escuchar sus problemas y sus anhelos. 

Para el pequeño Nelson, cambiar su estilo de vida habitando las calles, no era una decisión fácil. Sin embargo, fue hasta unos días después cuando observaba y lloraba la muerte de un perro callejero, que llegaron dos hombres y lo invitaron a cambiar su vida.

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Poco a poco los niños iban al patio de la calle 11 donde los esperaba el padre y, más tarde, algunos regresaban a las calles mientras otros cansados de su vida cotidiana aceptaron la oferta de aquel padre.

Desde su llegada al IDIPRON, solamente bastaron el amor, el afecto y la libertad, pilares que siempre destacó el padre Javier para darle un vuelco a su vida.

“El padre Javier siempre estuvo con nosotros desde que nos acostábamos hasta que nos levantábamos; lo que somos se lo debemos a él”, expresa Nelson, quien explica que la educación, el amor, el modelo pedagógico de la entidad nacido de las enseñanzas del padre Nicoló, fueron aquellos pilares que conquistaron aquellos corazones. 

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Aunque recuerda entre risas lo conflictivo que llegó a ser en muchas ocasiones, asegura que jamás el padre Nicoló lo regañaba y que, al contrario, recibió muchos consejos para la vida.

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